La casa es preciosa y te invita a desconectar desde el primer momento en que pones los pies en el jardín. Diseñada y decorada con mucho mimo, resulta muy acogedora, con una revisitación llena de encanto a la belleza de lo sencillo. La tarde es especialmente agradable, a la luz y al calor de la chimenea, disfrutando de un Albariño de la zona, gallego o portugués, porque Vilamide mira a uno y a otro lado.
Por la mañana, uno quiere caminar un poquito más por el larguísimo paseo a la orilla del río Deva, al que se accede prácticamente desde el jardín, y despejarse con el sonido del agua entre las piedras y el olor a fresco y a verde. El paisaje allí tiene un efecto balsámico. Un poquito más lejos, a no más de 12 km, apetece también Melgaço, con su casco antiguo y esos pequeños restaurantes donde, como en Galicia, todo huele rico.
Por si fuera poco, Manuel y Rafa nos hicieron además la estancia muy fácil, pendientes de cualquier detalle, llenos de sugerencias y dispuestos a ayudar siempre. Y ayudaron. Porque si no fuese por ellos, habría perdido mi vuelo. Olvidarse de las cosas debe ser algo muy natural en esa casa, porque es uno de esos lugares en los que, aunque solo pases tres días, desconectas.
Lo único que echamos de menos en Casa Vilamide fue tiempo para seguir disfrutándola. Por eso, volveremos muy pronto.